El Miliciano. La historia de un combatiente de Obligado (Cuento de Eduardo Campos)

Capítulo I
LA LEVA

José Moreno llevaba 11 de sus 21 años trabajando la tierra. Nunca hizo otra cosa. Combatir... hum..., algún año atrás hubo que defenderse de los indios pero ya no constituían peligro. Tirar si, de vez en cuando salía a cazar con su padre.

¡Pelear con los ingleses y los franceses!... ¡Es una locura!, exclamó cuando los soldados enviados por la autoridad de San Pedro, le vinieron a pedir que se sumara a las tropas que pararían a los gringos en Obligado.

“¡Son órdenes del Restaurador, no debemos dejar que pasen, está en juego nuestra soberanía! –le dijo el teniente que venía al mando. Además, vendrá gente de Baradero y San Nicolás a unirse a nosotros. ¡Seremos miles! ¡No van a pasar!

¿Y armas? –interrogó José.

-Las habrá en cantidad, y munición también –contestó el teniente.- Ya estuvimos con los Pardo y los Barragán y dijeron que iban a venir-. Los ojos del militar eran solo una línea por la ira cuando agregó: -“El único que no quiso sumarse fue Zuloaga. Siempre me pareció que ese perro simpatiza con los unitarios. Cuando pase esto lo vamos a tener que arreglar”-

Al escuchar el nombre de sus vecinos de las chacras más próximas como ya sumados a la milicia, José tomó un poco más de valor y con la voz más firme que encontró dijo: “Iré”.

-¡Muy bien, patriota! Vaya hasta el pueblo y busque en la plaza, que sobre la calle del Convento, (1) han puesto una mesa donde registran a los voluntarios. Estarán bajo las órdenes de Benito Urraco! Le dijo apuradamente el oficial, mientras ponía una mano sobre su hombro y le apretaba fuertemente la otra.

¡Urraco!, viejo zaino. ¡Nunca me gustó! Pensó José para sus adentros, aunque también tenía claro que valentía y coraje no le faltaban al juez de paz. Es más, seguramente estaría sin ver la hora de empezar a pelear. Es mejor que lo padezcan los gringos así le da un alivio a sus empleados, se dijo sonriendo. Pero luego empezó a percibir una angustia creciente en su pecho. Acababa de meterse en el lío más fenomenal de su vida y casi sin darse cuenta.
La noche de ese día fue interminable para José que no pudo pegar un ojo. Se levantó con la primera luz y contra la costumbre no esperó a los peones de la chacra de su padre para tomar unos cimarrones. Calentó el agua y se fue al pie de un árbol. Eligió el último eucaliptus de una larga cortina que comenzaba en la casa. Durante un buen rato sorbió de la bombilla con la mirada perdida en la inmensidad del campo hasta que se decidió, ensilló su caballo y partió hacia San Pedro.

Tras una legua de marcha comenzó a ver las primeras casas del pueblo y al fondo los grandes árboles de la plaza.

Se bajó del caballo en la cuadra anterior a la plaza sorprendido por lo apurada que andaba la gente y, sobre todo, la cara de angustia que se veía en todos.

“¿Qué ocurre que hay tanto alboroto?” preguntó a un chico que pasó junto a él mientras ataba su caballo a un palenque.

“¡Los gringos, los gringos!!! Quisieron desembarcar y los corrimos a tiros”. (2)

El alivio y la satisfacción por el suceso duró muy poco y las dudas volvieron a llenar la cabeza de José Moreno. “Se trataba de una flota enorme dotada de cañones que no dejarían nada en pié” –le había dicho unos días antes Luis Zuloaga, su amigo de la chacra vecina. Pero también era cierto que los unitarios hacían correr rumores de ese tipo para desalentar los intentos de resistencia. Lo que le había insinuado el teniente que lo fue a ver el día anterior significaba que al pobre Zuloaga ya lo tenían junado y no pintaban muy bien los días venideros de su amigo en San Pedro.

Con esos pensamientos dando vueltas en su cabeza y tras caminar la cuadra que lo separaba de la plaza llegó a ella. Detrás de una mesa se hallaba don Nicasio Benítez, el encargado del saladero. Don Benítez, de gruesos bigotes blancos y la voz finita que a José siempre le daba risa, tenía a su lado un jovencito al que le hacía poner el nombre en un papel a los enrolados luego que el viejo les tomaba los datos. Una veintena de personas formaban una cola en las que reconoció a varios ya que se trataba de peones rurales de chacras y estancias que él solía visitar con frecuencia.

-¡Listo!, vaya a la esquina donde le darán ropa, fusil y balas. Mañana tienen que estar en Obligado porque parece que van más rápido de lo que pensamos- le dijo don Benítez, tras registrar su nombre en la planilla.
-¡Que pase el que sigue!-

Tras ser registrado le informaron que, a partir de ese momento, formaba parte de la milicia. Esta unidad, compuesta por gente con escasa experiencia guerrera, debería actuar como refuerzo si alguna de las unidades militares involucradas en resistir un posible desembarco del enemigo así lo requería.

El pantalón azul que le dieron anduvo más o menos bien, la chaqueta en cambio era enorme. -¡Trate de no abrir mucho los brazos porque si hay viento se lo va a llevar!- Exclamó el que le daba la ropa y todos los presentes festejaron el mal chiste.

¡Hay clima de fiesta, no se dan cuenta que mañana o pasado pueden estar muertos... o será que no quieren pensar en lo que viene! La duda giraba en la mente de José mientras intentaba abrocharse el pesado cinturón con las pequeñas bolsitas de cuero conteniendo la munición y la pólvora. Colocarse la pesada bayoneta exigió una tarea extra cuando llegó a la casa que consistió hacer un nuevo agujero en el cinto para que no se cayera todo, pantalones incluidos.

Llegado al rancho bajó del caballo con el largo fusil cruzado en su espalda y una sonrisa en su rostro pensando en lo que le iba a decir su familia cuando lo viera así vestido. Esa sonrisa no tardó en borrarse cuando su madre salió y lo miró con ojos llorosos. Otra vez se corporizó en su mente el lío en que se había metido, pero ya no había vuelta atrás, desertar equivalía a ganarse el pelotón de fusilamiento.


(1) Actual Carlos Pellegrini.

(2) Ese 18 de noviembre, la flota invasora había pasado frente a San Pedro desprendiendo de ella a varias balleneras que penetraron en la laguna con el fin de efectuar un desembarco armado. No lograron su objetivo al ser rechazados a tiros de fusil por un grupo de valientes vecinos comandados por Tomás Obligado.

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Capítulo II
RUMBO A OBLIGADO

Eran las cuatro de la tarde cuando el centenar y medio de hombres que se habían concentrado en la quinta de don Isidoro Gutiérrez montaron en sus caballos y enfilaron hacia la Vuelta de Obligado.

Una sorpresiva lluvia comenzó a mojar poco a poco la ropa hasta que ésta empezó a pegarse a la piel, ayudada por la transpiración en ese caluroso y pesado 19 de noviembre. La moral no podía ser peor y el abatimiento era general. Las quejas que se sucedían entre los hombres por la lluvia, la temperatura, los mosquitos, el peso que llevaban encima y la lenta marcha eran fundadas pero también era cierto que ello encubría, sin dudas, el temor a lo que iban a enfrentar en algunas horas más.

Pasando el arroyo Espinillo se toparon con algo que, a medida que se acercaran a su destino, se iba a hacer más habitual. De cada camino salían hombres y más hombres, a caballo o en carretas. Poco a poco empezaron a formar una columna casi constante por lo que el humor fue cambiando.

Con Obligado a un cuarto de legua, el panorama que se abría a la vista de los que llegaban era imponente. Cientos de soldados a lo largo del camino iban y venían, caballos tirando cañones, cajas de provisiones y pólvora apiladas en los costados. Un verdadero hormiguero humano en plena actividad era lo que percibía quien arribaba al lugar.

En José, como en todos, la sorpresa le dejó paso a la algarabía. ¡Nunca vi tantos soldados juntos! Le dijo a quien estaba a su lado. ¡No van a pasar, estos gringos no van a pasar! ¡Miren esos cañones! exclamó otro, “Van a hundir todo lo que pase”. Con euforia y admiración no sacaban los ojos de un cañón que, sobre una cureña y con dos grandes ruedas, se había deslizado sobre una de las márgenes del arroyo “Los Cueros”. Un enojado oficial no paraba de gritar a los hombres que, esforzadamente, trataban de impedir la caída del cañón al agua.

Era la primera vez que veían cañones. Habían oído hablar de ellos pero nunca pensaron que podían ser tan grandes. El ensimismamiento de los flamantes milicianos sampedrinos fue roto por el casi rugido del oficial que, dirigiéndose a ellos les gritó: “¡A ver ustedes, zánganos de mierda, dejen de mirar y ayuden!”. Como un solo hombre fueron a socorrer a los transpirados artilleros que, evidentemente, no podían con el arma.

¡Es el general Mansilla! exclamó alguien. Todos pararon su actividad para tratar de ver al jefe de todas las tropas argentinas. ¡Qué hacen idiotas –rugió de nuevo el oficial- sigan tirando de las sogas que el cañón se nos va a la mierda! (3)

José Moreno y sus compañeros continuaron haciendo fuerza pero con la cabeza levantada tratando de observar al tan mentado Mansilla. Con el enrulado pelo algo largo, uniforme bastante sucio, desaliñado y con botas totalmente embarradas, el general estaba lejos de parecerse al que, en su imaginación, José había creado. En lo que se asemejaba, eso sí, era en su conducta. Dando grandes trancos avanzaba gritando órdenes y más órdenes. Al pasar a su lado vio la escena y con voz potente dijo al oficial ¡Qué hace Thorne! ¡Deje esa tarea a sus hombres y venga a ubicar los otros cañones en posición, carajo! De mala gana el oficial se sumó al grupo que seguía a Mansilla y se dirigieron al poblado. (4)


(3) El audaz, arrogante y genial táctico Lucio N. Mansilla nació en Buenos Aires en 1792. Su decidida actuación en la batalla de “La Vuelta de Obligado” opacó el resto de una destacada vida militar que comenzara en 1806 con la primera invasión inglesa comandada por Beresford, al año siguiente el 2 de junio en los Corrales de Miserere y luego los días 5 y 6 contra las mismas tropas británicas. Cinco años después y con el grado de teniente combatió a los invasores portugueses en la Banda Oriental a las órdenes de Artigas. En esa campaña resultó herido siendo distinguido por el gobierno de Buenos Aires en mérito a su valor.
Ya a las órdenes de José de San Martín instruyó a los regimientos 7 y 11 que se cubrirían de gloria en las batallas de Chacabuco y Maipú. Luego de esta campaña el Libertador lo nombró comandante general de las cordilleras sur de Los Andes, emergiendo de la misma con el grado de mayor y siendo condecorado por el gobierno argentino y por el de Chile que le nombró oficial de la Legión de Mérito y le otorgó una medalla y cordones.
Años después y como comandante de la única fuerza regular que existía en la provincia de Entre Ríos se propuso acercar a la misma a la Confederación Argentina. Ayudado por los representantes provinciales que lo eligieron Gobernador y Capitán General estrechó y afianzó las relaciones con Buenos Aires. Tras esto se embarcó en realizar la tarea de acercar a la provincia de Santa Fe cosa que logró presentándose solo, de noche y desarmado frente al General López al que le declaró no regresaría a Buenos Aires sin haber obtenido la incorporación de dicha provincia. Esta es, quizás, la etapa más brillante del Mansilla político.
En 1821 hizo sancionar solemnemente en Entre Ríos la primera constitución provincial que se dio en la República, coronando su obra al dejar por propia voluntad el cargo de Gobernador a pesar de los reclamos para que continuara, señalando que lo hacía para no sentar un precedente.
En setiembre de 1826, al declararse la guerra con el Brasil, Rivadavia lo nombra comandante general de la costa. Incorporado al ejército de Alvear y al mando de una división, Mansilla participó de la batalla de Camacuá, persiguiendo al enemigo derrotado lo que le valió una recomendación del gobierno argentino. Meses después, y al mando de su poderosa división integrada por unos 1.800 combatientes, derrotó en la batalla del Ombú al general Bentus Manuel quien estaba al frente de la mejor caballería que contaba el imperio hasta entonces. La dispersión de los efectivos brasileños fue tan grande que no pudieron participar de la decisiva batalla de Cutizaingó, el 20 de febrero de 1827. Como reconocimiento Mansilla recibió el nombramiento de Jefe de Estado Mayor.
El inicio de la guerra civil en el país decidió su retiro de la vida militar hasta que, en 1834, el General Viamonte, lo convocó para organizar la policía de Buenos Aires. Realizada esta tarea acomete con necesarias obras de infraestructura en la ciudad como el camino al Riachuelo de La Boca y el muelle del margen.
Con el país desangrándose en la guerra entre federales y unitarios no quiso tomar parte a pesar de ser cuñado de Juan Manuel de Rosas, solo aceptó acompañar al comisionado francés Halley para ofrecerle al general Juan Lavalle, derrotado en Santa Fe y El Quebracho, las garantías suficientes para concluir en una paz duradera.
Entre 1840 y 1844 Lucio N. Mansilla desarrolla una gran actividad política en la Legislatura de Buenos Aires reclamando una y otra vez por los derechos de la República desconocidos y vulnerados por las grandes potencias de la época.
El año 1845 lo halla como comandante en jefe del departamento del norte y en ese cargo plasma en el campo de batalla lo que había reclamado reiteradamente en la Legislatura, el respeto por los derechos soberanos de la nación, el lugar: La Vuelta de Obligado.
Acevedo, San Lorenzo y el Quebracho son los encuentros que vuelve a tener con los anglofranceses.
Después de 1852 Mansilla se retira a Francia donde colabora con la diplomacia argentina, entrevistándose con los integrantes de la corte de Napoleón III y encontrándose en más de una oportunidad departiendo con varios de los generales franceses con los que se enfrentó en Obligado, San Lorenzo y El Quebracho.
Vuelto a nuestro país se retiró a la vida privada. Su deceso ocurrió el 10 de abril de 1871, previamente se hizo construir su propio ataúd y se tomó el tiempo para pedirle a un empleado fúnebre que, cuando llegara el momento no le colocaran una almohada tan baja como se hacía habitualmente, que le hiciera quedar la cabeza a la misma altura del tronco.
A su entierro no concurrieron las autoridades de la República. Comenzaba el olvido premeditado de la figura del general Lucio N. Mansilla y de una extraordinaria epopeya llamada “Batalla de la Vuelta de Obligado”.

(4) Si hay alguien que se cubrió de gloria ese 20 de Noviembre de 1845 en la “Vuelta de Obligado” es el coronel de marina Juan Bautista Thorne, quien naciera en Nueva York el 8 de marzo de 1807. En el año 1825, en su tercera visita a Buenos Aires, fue invitado por el gobierno argentino a formar parte de la incipiente escuadra nacional. Thorne acepta y dos años después se lo designa como oficial del bergantín Chacabuco. En esta nave participa de la Gesta de Patagones, en el marco de la guerra que nuestro país sostenía contra el Imperio del Brasil. En dicha batalla abordó valientemente a la nave brasileña “Itaparica” y personalmente arrió el pabellón imperial colocando el argentino.
A partir de ahí son innumerables las acciones bélicas en las que Thorne participa pero es en la “Vuelta de Obligado” donde su nombre se convierte en un símbolo de la resistencia a ultranza, mostrándose con un coraje sin límites. Desde el inicio de la batalla no se movió de su lugar, el parapeto ubicado a pocos metros de la batería “Manuelita” que estaba a sus órdenes, desde ahí guió el tiro de los cañones bajo el infernal fuego de la artillería naval anglofrancesa. Con la batalla ya decidida y con las tropas argentinas retirándose bajo la presión de las fuerzas enemigas desembarcadas, Thorne desoyó en dos oportunidades el pedido del General Lucio Mansilla para que suspendiera el fuego y se retirara recibiendo como respuesta: “que sus cañones le imponían hacer fuego hasta vencer o morir”. Si bien afortunadamente no murió, las consecuencias de estar tanto tiempo expuesto al estampido cercano de los cañones de “La Manuelita”, según algunos, o de ser alcanzado por una explosión, según otros, terminaron por hacerle perder el oído, quedando en la historia como el “Sordo de Obligado”.


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Capítulo III
VISPERA

Con el cañón nuevamente sobre el camino y suponiendo que ya solo faltaba esperar a que los barcos enemigos aparecieran por el río, José y cuatro de sus cansados compañeros, bajo una lluvia que no había amainado en ningún momento, comenzaron a caminar lentamente. Lo hicieron bordeando “Los Cueros” en dirección contraria al río Paraná y poniendo distancia de cualquier otra solicitud de ayuda que significara “poner el lomo”.

Notable, ¿no? De los cinco, salvo uno que era empleado de un almacén en el pueblo, todos eran trabajadores rurales y sus tareas habituales solían ser bastante más agotadoras que empujar un cañón durante diez minutos, es decir que no eran personas que sacaran el cuerpo cuando de esfuerzo físico se trataba. Estaba claro que para ninguno de los peones lo que estaba por suceder resultaba más importante que la cosecha que debían levantar y otros quehaceres del campo que habían dejado inconclusos, sin embargo, y a pesar de la poca información que tenían, tampoco les resultaba agradable permitir sin más el paso de barcos enemigos que ponían en riesgo a la nación recién independiente.

Pero a medida que profundizaban la charla, José se fue percatando que la incorporación de los demás al ejército había sido muy distinta a la suya. El diálogo amable que el oficial había sostenido con él no se había repetido en los otros casos. La razón aparecía muy clara. El era hijo del propietario del campo, un productor muy conocido en el pueblo y alrededores. El resto, simples peones rurales y el empleado de almacén, fueron reclutados compulsivamente. Los oficiales encargados del reclutamiento se limitaban simplemente a preguntarle a cada propietario de campo, hacienda, chacra o quinta cuántos peones tenía y según la respuesta decidían, si eran diez se llevaban tres, si eran veinte la leva alcanzaba a seis, y no había pataleo alguno que valiera.

Así pasaron los cinco poco menos de una hora conversando alternadamente sobre ingleses, el trigo, los arados, los barcos, los franceses, cómo facturar un cerdo y la posibilidad de hacerlo con el teniente que los reclutó. Pero ocurrió que, al irse alejando poco a poco del hormiguero humano, el quinteto fue más visible para los activos oficiales que intentaban poner un poco de orden en ese caos de hombres, caballos, armas y pertrechos.

-¡Soldados!- El grito los paró en seco.

-¿Qué están haciendo?-

-¡…!-

El silencio fue suficiente respuesta para el oficial que tomó a uno del brazo haciendo que el resto lo siguiera. Caminaron un buen trecho en dirección al río, fueron pasando alguno que otro ranchito y llegaron hasta el borde de la barranca. Por un sendero que a los peoncitos devenidos en soldados les pareció a pique bajaron dificultosamente hasta el pie de la barranca. Lo de bajar es una manera de decir porque la húmeda tosca hizo que descendieran poco menos que por un tobogán. Ya abajo, luego de caminar algunos metros y tras pasar un recodo, se hallaron frente a una monstruosa boca que parecía devorar a una hilera de hombres que, con todo tipo de elementos, se perdía en su interior.

-Desde este momento los tengo afectados a tareas de logística- bramó el oficial, dirigiéndose acto seguido a uno de los soldados que se hallaban trabajando entre pilas de cajones y bolsas.

--¡Cabo!- Aquí tiene más hombres, ahora no hay más excusas- Le rugió.

¡Vamos caminen zánganos! Fueron las primeras y las más amables palabras que les dedicó el cabo esa tarde.

Minutos después, y ya con el torso descubierto, los cinco se habían sumado a una nutrida fila de soldados que llevaban cajones y cajas con municiones y pertrechos hasta el interior de una enorme cueva.

-Es “La Salamanca”- Les informó uno de los soldados que, si bien no era del lugar, solía pescar seguido por la zona y utilizaba una de las varias cuevas existentes para quedarse por las noches. (5)

-Ahora que rajaron a los indios uno puede venir a quedarse –continuó- Antes no porque las usaban para vivir-. (6)

Poco a poco la luz del día fue decayendo y tanto José como sus compañeros tuvieron que regresar hasta donde estaba su unidad. Brindadas las explicaciones a sus superiores por las horas en que estuvieron alejados del cuerpo y asimilado ya el nuevo reto recibido se sumaron a los 165 efectivos y se dirigieron hasta un puesto donde les fue entregada una doble ración de munición y una botella de ginebra a cada uno.

-Si quieren caminen un kilómetro tierra adentro y hagan algunos disparos así conocen las armas- Les dijo el gordo de barba que les entregaba las cosas- No se hagan problemas, balas y ginebra hay de sobra –completó.

Recién ahí se percató José que, desde el momento en que les fueron entregadas las armas, jamás les habían hecho hacer un disparo. Su amigo, el empleado de almacén del pueblo, le aclaró que él y sus compañeros sí habían tirado unos tiritos antes de salir. Pero, a pesar de ello, decidió no ir, estaba casi oscuro, seguía lloviendo y se hallaba muy cansado por el trabajo en “La Salamanca”. Cuando los que habían decidido ir a tirar volvieron ya era noche cerrada, ahí terminó de convencerse de lo acertado de su decisión.

-No había a qué tirarle- -No se veía nada- -Ni una puta comadreja había- Fueron algunas de las quejas esgrimidas por los hombres que habían ido a probar los fusiles.

Hacía ya muchos días que los escasos pobladores de la Vuelta de Obligado se habían ido junto a las familias de indios que vivían en la zona de la desembocadura del arroyo “Los Cueros”, “aconsejados” por las autoridades militares. Las pocas gallinas y animales domésticos que quedaron pronto se transformaron en las primeras víctimas fatales de la inminente batalla. Metidos en las ollas con agua hirviendo no tuvieron el final glorioso que les esperaba a muchos de los hombres que los saborearon.

La caída de la noche no hizo disminuir en nada el agobiante calor. Desde su lugar en el campamento y gracias a una pequeña elevación, José podía ver las innumerables fogatas donde se preparaba la abundante cena que se había ordenado dar a los soldados, por supuesto, bien surtidos con ginebra.

Contra lo que podría pensarse el humor era inusitadamente bueno y las risas se oían con frecuencia a pesar de lo que se avecinaba en horas más. Aún así no se podía atribuir a la bebida la exaltación de los ánimos que se observaba en general. Más bien era una alegría y entusiasmos originados en la mezcla que traía la ansiedad, los nervios y, por que no, la idea que estaban ante un día que sería histórico, un día donde el joven país daría una lección a las dos grandes potencias de la época. Se había podido contra España y la independencia era un hecho y se había podido también contra Inglaterra en 1806 y 1807 ¿por qué no se iba a poder ahora contra Francia e Inglaterra?

No sabían que no iba a haber victoria y no eran concientes tampoco que muchos de ellos no estarían vivos en las siguientes 24 horas. Donde no erraban era que pasarían a la historia, que escribirían con sangre un capítulo del gran libro del país, cosa que hoy, a los argentinos, nos debería enorgullecer como nunca.


(5) “La Salamanca” es una de las numerosas cuevas existentes al borde del río Paraná entre la “Vuelta de Obligado” y la ciudad de Ramallo. La citada es una de las de mayor envergadura y profundidad, estando formada por la erosión del río a través del paso del tiempo. Curiosas leyendas teñidas por lo misterioso se tejieron durante décadas en torno a esta caverna. Hasta bien entrado el siglo XX habitó gente en su interior.

(6) Entre el año 2000 y el 2006, docentes y alumnos de arqueología de la Universidad de Luján efectuaron varios trabajos de campo en el lugar histórico confirmando, a través del hallazgo de cerámica indígena, la presencia de varias familias aborígenes que vivieron ahí hasta que las autoridades militares y civiles encargadas de la fortificación del lugar las desplazaron allá por agosto de 1845.