El Miliciano. La historia de un combatiente de Obligado (Cuento de Eduardo Campos) Segunda parte

Capítulo IV
AMANECER DE UN DIA HISTORICO

El grito del oficial y el sacudón en su hombro fueron casi simultáneos. José se despertó y se puso de pie sacudiendo la tierra ya seca de sus pantalones y de la espalda de su camisa. Como había dormido vestido no tuvo más que colocarse su chaqueta, acomodarse el pequeño quepí y ya estaba listo. A pesar que la oscuridad aún reinaba, refregó sus ojos tratando de atenuar la molestia que le provocaba el brillo de las hogueras nuevamente avivadas. Eran las cuatro y media de la mañana. José Moreno y sus compañeros partían en una pequeña columna que se fue engrosando más y más a medida que trasponían los quinientos metros que los separaban del villorrio de Obligado. Milicianos baraderenses y de San Antonio de Areco mandados por sus jueces de paz se sumaron a ellos y también lo hicieron numerosos indios que José pensó serían del lugar pero poco después se enteró que se trataba de indios que trabajaban en las estancias y chacras de la zona.

El entusiasmo no había amenguado sino todo lo contrario. José se sorprendió por la cantidad de soldados que había. En su imaginación todo se asemejaba a un panal de abejas. Estaban las obreras, estaban las que daban las órdenes, seguramente la reina, en este caso el general Mansilla, que estaría en plena actividad y, como en todo panal, también estaban los zánganos. Lamentablemente él se sentía integrando este último grupo. De entrada había pensado que lo apostarían en la cresta de la alta barranca, en cambio, junto a sus compañeros, lo habían metido bajo unos árboles, lejos de la barranca y como reserva en caso que el enemigo desembarcara. La idea que transcurriera la batalla y él no hubiese ni siquiera podido ver una miserable vela de algún barco no lo dejaba tranquilo ¿Qué contaría a su familia cuando volviera? Perderse de ver el espectáculo de los cañones argentinos disparando y destrozando los barcos invasores era algo que no podía soportar. El conversar con sus compañeros y ver que sentían lo mismo potenció aún más su desazón.

Con las primeras luces del día, algo en su favor se dio. A instancias del jefe de su sector se permitió que, en grupos, fuesen llevados hasta la zona de barrancas para que pudieran observar la geografía del lugar que deberían defender en caso que los anglofranceses desembarcaran.

Con el corazón golpeando en su pecho se asomó sobre la barranca deseando ver a esa maldita flota que, decían, se hallaba desde hacía dos días a la vista de la Vuelta de Obligado. Lo único que pudo ver, a la distancia, fueron algunos mástiles asomando detrás de la frondosa arboleda isleña. Era la única señal de barcos que había allí, escondidos de la vista por el recodo del rio. Mucho le llamó la atención la perfecta hilera de embarcaciones que se hallaban estacionadas frente a las posiciones argentinas y que cruzaban de una orilla a la otra del rio. Comentó a un soldado junto a él que no era mucho lo que podrían hacer esos barquitos tan bien alineados cuando los enormes barcos anglofranceses los embistieran, pero quien estaba a su lado le indicó que gruesas cadenas habían sido colocadas sobre los mismos. Otra cosa que pudo escuchar fue la jarana producida por la tropa apostada en la costa, debajo de las barrancas. Asomarse brevemente le permitió ver como volaban una tras otra botellas vacías hacia las tranquilas aguas. La cosa no estaba bien, borrachos no van a poder pelear, pensó en un primer momento. No pasó mucho tiempo para empezar a intuir el por qué de tanta ginebra generosamente repartida entre los soldados. (7)


(7) Los alumnos y docentes de la Universidad de Luján hallaron miles de trozos de botellas de ginebra en la playa escenario del combate. Esto permitiría suponer que los mandos militares argentinos apelaron a la muy conocida fórmula de toda guerra consistente en repartir alcohol para reforzar el valor de la tropa y evitar momentos de pánico que puedan degenerar en una huida y el consiguiente colapso de la línea de defensa.

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Capítulo V
CON LA FLOTA A LA VISTA


El paseo por grupos se vio sorpresivamente interrumpido cuando el mando argentino empezó a intuir que el enemigo podía comenzar el ataque en cualquier momento. Para ello se contaba con los informes que las avanzadas enviadas a observar la flota les hacían llegar. Estas misiones se hacían al amparo de la oscuridad e inclusive el mismo Mansilla participó de una de ellas pocas horas antes. Lógicamente solían terminar cuando eran descubiertas y puestas en fuga por los disparos de los guardias de las naves. Las condiciones creadas por un viento favorable para los barcos anglofranceses hacían pensar a los argentinos que el encuentro entre ambos bandos no tardaría en producirse. En tanto José, con la suficiencia de haber sido de los pocos que habían visto el panorama desde la barranca, contaba a sus compañeros que no habían podido ir cómo era el lugar.

“También vi los cañones que están puestos sobre la barranca –agregó- ¡son impresionantes!, me parece que ni vamos a poder disparar un solo tiro. Esos cañones van a terminar rápido la cosa”.

Eran las 6,45 de la mañana de ese 20 cuando se escuchó un murmullo entre los soldados sobre la barranca que, poco a poco, se fue extendiendo hacia la retaguardia. “¡Se están moviendo, las velas se están moviendo!”

Efectivamente, 6 naves de guerra con pabellón británico y otras 5 con bandera francesa, aprovechando viento favorable, empezaron a moverse para romper el bloqueo. (8)

A distancia quedaban las barcas carboneras que abastecían a las naves de vapor y, varios kilómetros más atrás, 90 buques mercantes de distintas banderas cargados con mercaderías para ser comercializadas en Corrientes y el Paraguay.

En José y en los 2600 argentinos que estaban ese 20 de noviembre de 1845 en la Vuelta de Obligado, la sensación de estar viviendo un momento histórico había desaparecido por completo de su mente, habiendo sido reemplazada por la de rogar que pasara todo de una buena vez y no resultar heridos.


(8) Las naves atacantes avanzaron formadas en dos divisiones de nacionalidad combinada. La primera estaba conformada por el capturado “San Martín” que lucía pabellón galo, “Pandour”, “Dolphin” y “Comus”, al mando del francés Tréhouart. La segunda división comandada por el británico Sullivan estaba integrada por “Philomel”, “Prócida”, Expéditive” y “Fanny”, que se situó sobre la costa entrerriana, a unos 700 metros de la batería “Restaurador Rosas” al mando de Alzogaray. Toda la flota combinada se hallaba bajo el mando único del almirante inglés Charles Hotham, el más antiguo en jerarquía.


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Capítulo VI
LA BATALLA

A pesar de no ver la flota invasora y que los gritos de los artilleros argentinos dando la alarma y dándose ánimo apenas eran audibles, el ruido de los cañonazos que se escucharon a continuación sacudieron a todos. Había comenzado la batalla. Eran las 8 de la mañana.

Fueron alrededor de unos 20 taponazos que retumbaron sobre el lugar y que fueron recibidos por los soldados abriendo sus bocas para evitar que el sonido dañara sus oídos, tal como habían estado aconsejando a la tropa varios especialistas en artillería desde la tarde del día anterior.

Varios soldados llegaron corriendo desde la cresta de barranca hasta donde se encontraba José y sus ciento setenta compañeros a las órdenes del juez Urraco.

“Agachensé!, agachensé!, los inmundos están bombardeando a Alzogaray”.

¡Pero cómo, no eran nuestros cañones!!! Se escuchó al unísono entre los sampedrinos.

¡Noooo, todavía no están al alcance nuestro! ¡Son ellos que están tirando y ahora van a empezar a caer bombas por acá!!! Fue la desagradable respuesta de los soldados que siguieron su alocada carrera para alertar al resto.

Al instante siguiente y sin que mediara ninguna orden se tiraron al suelo pegando sus mejillas a la tierra. Así quedaron unos instantes escuchando el silbido producido por los proyectiles anglofranceses al cortar el aire en caída libre sobre las trincheras y posiciones argentinas.

“Si escuchan el silbido no se asusten, -gritó un experimentado oficial- esas caen lejos. ¡La que les va a caer en la cabeza no la van a escuchar!!! No fue ningún alivio para esos jóvenes, adultos y algún que otro anciano enrolado por pedido o a la fuerza.

De pronto a José le vino a la mente la imagen de los soldados que había visto al pie de la barranca. La preocupación por su seguridad lo llevó a pensar en esa gente totalmente al descubierto, sin protección alguna, que estaría recibiendo los proyectiles de lleno. Ahí entendió que la inusitada generosidad en el reparto de alcohol por parte de los mandos tal vez tenía que ver con el poco instinto de conservación que había visto en esa tropa, y eso también le sirvió para explicarse por qué habían disminuido las deserciones a partir de la entrega de ginebra a los soldados. Quizás pasaba por ahí y no por el fuerte espíritu patriótico que se reforzaba a medida que pasaban las horas y se acercaba el momento del combate, tal como sostenían los oficiales.

La explosión fue tremenda. A pesar de ello José no la escuchó, o creyó no escucharla, el viento que le hizo caer fue lo que le llamó más la atención, un viento muy caliente que lo sacudió fuertemente. Pensó que tendría esa temperatura porque casi estaban en verano.

Vio levantarse y correr a algunos que estaban echados delante de él. Iban hacia su derecha. No entendió por qué pero él también se irguió. Le llamó la atención que el cañoneo hubiese cesado. Tambaleando giró. Lo que vio lo horrorizó. Numerosos cuerpos caídos se hallaban alrededor de una especie de pozo en el suelo, muchos de ellos eran solo partes con despojos de uniformes. Se dio vuelta y vomitó mientras su mente trabajaba a mil pensando quienes estarían allí, si eran conocidos o no.

Pensó que lo ocurrido se debía a la explosión de municiones propias porque, al igual que el resto de los argentinos, no conocía lo que eran las granadas y suponía que los anglofranceses disparaban con balas macizas.

¡Otra vez el viento caliente y otra vez en el suelo! ¡Cómo!, ¿no había terminado el cañoneo? Volvió a levantarse, tambaleando empezó a caminar tratando de poner en orden su mente. Pestañeó varias veces debido a la nube de tierra y pasto que la explosión había levantado y trató de buscar algún lugar dónde ponerse a cubierto aprovechando que parecía, ahora sí, que todo se había terminado y reinaba el silencio.

La imagen frente a él de ese tipo de sombrero de copa con la pluma roja abriendo la boca y haciendo ademanes delante suyo primero le pareció ridícula, porque gesticulaba y no decía nada. Cuando giró y observó el pandemonium que había y una nueva columna de tierra y humo que se levantaba entre algunos árboles, junto a los soldados que habían buscado refugio entre ellos, se dio cuenta que no escuchaba absolutamente nada.

Su única preocupación por el momento fue tratar de hacerle entender al militar que él no escuchaba y se señaló el oído moviendo su índice luego de un lado a otro. Ahí fue que el oficial le señaló a unos cincuenta metros otra arboleda donde vio que estaban llevando heridos.

Empezó a caminar hacia allí en posición agachada, pero luego pensó: “Para qué carajo voy a ir si estoy bien”.

En ese instante vio que grupos de soldados salían corriendo hacia su derecha pasando por detrás de la posición de los heridos.

“Me voy con ellos y a la mierda. En una de esas, por ahí, se me pasa el mareo”

Corrieron unos 200 metros hasta pasar la arboleda. Detrás de la misma José se halló, de pronto, ante una pendiente que daba al rio y, en él, una imagen asombrosa que lo dejó boquiabierto.

Enormes barcos con inmensas velas blancas cubrían gran parte de la superficie del enorme rio de aguas marrones. De algunos salía humo. De sus costados también salía humo en forma intermitente, un humo mucho más mortal. De vez en cuando, una enorme columna de agua se levantaba entre ellos.

Su éxtasis terminó al sentir un fuerte empujón en su espalda que lo obligó a dar un salto hacia adelante y seguir corriendo junto a sus compañeros en dirección a la playa.

Por un instante el grupo de soldados que corría frente a él se abrió y entre ellos pudo ver enormes canoas, mucho más grandes que las que se usaban en San Pedro, y de ellas bajando hombres vistiendo remeras blancas con pequeñas rayitas horizontales de color azul.

En un momento trastabilló cuando alguien a su lado cayó al suelo tocando sus piernas. Giró levemente a su costado y miró. Era alguien con una chaqueta similar a la suya.

De repente una sombra cruzó delante de él lo que lo obligó, a pesar del mareo que tenía, a mirar a su frente. Era uno de los de remera a rayitas venido de los barcos, estaba de costado a dos metros de él. Lo miró con curiosidad, tenía una boina negra de la que colgaba un cordón a su costado. En sus manos llevaba un sable muy diferente a los que estaba acostumbrado ver, era de hoja mucho más ancha. De golpe el hombre se da vuelta, su fiero rostro transpirado y sus ojos de mirada profunda asustaron a José que, instintivamente, empujó su fusil hacia él. Los ojos del hombre se hicieron grandes y más redondos, soltó el pesado sable y, mientras miraba hacia abajo, sus enormes manos se aferraron a la punta del fusil. El joven campesino vio el caño contra el estómago de su enemigo y pensó que debía tirar, era su deber, era él o el otro. No se animó a apretar el gatillo, pero a pesar de ello vio sangre en la remera a rayitas. Ahí se dio cuenta que la punta del fusil que él tenía y que el otro aferraba fuertemente en sus manos poseía una bayoneta en su extremo, pero la misma no se veía.

Para José no existía nada más en el mundo que ese hombre y él. La batalla a pleno y los soldados matándose habían perdido importancia. Lo único que él quería era recuperar su fusil e irse lo más rápido de ahí. Las piernas del hombre de remera a rayitas comenzaron a doblarse lentamente y el sampedrino sintió como le tiraba su fusil también hacia abajo. Comenzó a sacudir el arma de un lado hacia el otro tratando desesperadamente que se soltara, pero no podía. Sintió una mano apoyarse sobre su hombro izquierdo, miró hacia el costado y vio a otro de sus compañeros gesticulando. Trató de explicarle que no lo escuchaba, que no entendía lo que le decía. Aparentemente el otro comprendió porque le mostró su dedo índice curvándolo luego. La seña fue suficiente, José bajó la vista y apretó el gatillo. Hubo mucho humo en el vientre del hombre casi arrodillado pero dio resultado. Había recobrado su fusil, cosa que lo alivió. Al levantarlo de su bayoneta cayeron gotas de sangre sobre su mano derecha. Eso lo puso mal y rápidamente se agachó para limpiarse en los pastos.

Salir de allí se convirtió en lo único que quería. La imagen de su madre y sus hermanos era lo que ocupaba ahora su mente. Se dio vuelta y empezó a caminar en sentido contrario al combate en forma no muy rápida al comienzo pero apurando cada vez más los pasos.

De nuevo un golpe en medio de su espalda lo empuja hacia adelante, haciéndolo caer boca abajo. En el suelo pensó y maldijo al idiota que, seguramente lo había descubierto. Giró su cabeza para implorarle que no dijera nada y que lo dejara ir pero, para su sorpresa, no vio a nadie. Los soldados estaban lejos. Ahí fue que sintió un dolor profundo en su espalda. Como pudo, pasó su brazo izquierdo por detrás, y con mucha dificultad tocó el lugar, palpó el uniforme agujereado y lo sintió húmedo. Miró su mano con sangre y resolvió quedarse acostado de esa manera, boca abajo.

“Acostado así no me tirarán y cuando termine el lío me van a socorrer”. Calculó.

Ahora estaba más tranquilo. Aprovechando esa calma apoyó su cabeza en el suelo, de costado, observando los árboles con el azul cielo de fondo, limpio ya de las oscuras nubes de la mañana. De pronto descubrió uno que no tenía en su chacra.

“De ese me voy a llevar una rama a casa y la voy a plantar, seguro les va a gustar”.

Luego se puso a mirar con más atención a ver si había algún otro que fuera tan raro como ese...

...y en eso estaba cuando se durmió.