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Finanzas, nuevas tecnologías, cargas fiscales, ecología: las
propuestas no faltan. Pero hay una institución que no ha retenido la atención
de los candidatos, a pesar de que constituye una de las principales trabas a
ese “relanzamiento”: el sistema de patentes.
El funcionamiento actual de este sistema es simple: el
gobierno concede el monopolio de un producto o de un procedimiento a su
inventor por un período determinado. En su origen, esta protección apuntaba a
estimular la creatividad de las empresas y de los particulares.
Fuente innegable de motivación, ella ha acompañado un gran
número de invenciones notables. No obstante, la perspectiva de beneficiarse de
una situación monopólica favorece también los comportamientos oportunistas, sin
el menor valor social. Y cuanto más importantes son las ganancias que se
anuncian, más se difunde este tipo de actitud.
En el sector farmacéutico, por ejemplo, el costo de las
patentes sobrecarga la factura de los medicamentos reembolsables en más de 300
mil millones de dólares por año (un poco menos del 2% del Producto Bruto
Interno estadounidense).
Pero eso no es todo: el dispositivo, supuesto motor de la
innovación, se caracteriza con gran frecuencia por su nefasto impacto sobre la
salud de los pacientes.
La industria de los medicamentos reembolsables padece, en
forma considerable, la búsqueda de rentas monopólicas, dado que no existe
ninguna reglamentación que sirva de marco a la fijación de precios por parte de
quienes detentan las patentes.
Hay medicamentos que pueden venderse en varios cientos de
dólares, cuando en realidad no costarían más que una fracción de esa suma en un
mercado verdaderamente libre. En casos extremos, como el de los nuevos
medicamentos contra formas poco frecuentes de cáncer, los precios llegan a
superar los mil dólares.
Consecuencia directa de este mecanismo: la brecha colosal
que existe entre el precio y el costo reserva exclusivamente a los más ricos el
acceso a ciertas moléculas que, sin patentes, podrían estar al alcance de
todos. E incluso cuando los pacientes disponen de un seguro médico, obtener el
rembolso de ciertos medicamentos cuyo precio es exorbitante resulta a menudo un
verdadero desafío, o constituye una lamentable pérdida de tiempo y de energía
para pacientes gravemente enfermos y para sus familiares.
Una simple arma jurídica
La esperanza de asegurarse generosas rentas puede conducir
también a ciertas sociedades farmacéuticas a pecar de exceso de optimismo
cuando garantizan la inocuidad y la eficacia de sus productos. Un ejemplo
reciente: el Vioxx, medicamento muy difundido para personas que sufren
problemas cardíacos.
Finalmente, el sistema de patentes incita a las empresas a
concentrar sus investigaciones en productos susceptibles de ser protegidos. El
20 de marzo pasado, el New York Times revelaba que la aspirina podía reducir en
un 30 % las probabilidades de desarrollar un cáncer grave (1); al día
siguiente, el mismo diario publicaba un artículo sobre el ácido tranexámico,
una molécula capaz de disminuir las hemorragias en un tiempo muy corto. Tanto en
uno como en otro caso, puesto que el costo de las investigaciones no puede ser
compensado por la renta ligada a la patente, la industria farmacéutica ha
ignorado lo que habría podido constituir un gran avance para la medicina.
En otros sectores de la economía, especialmente en el de las
nuevas tecnologías, es común que las patentes sirvan ante todo para alimentar
onerosas batallas jurídicas. Ello sin que se trate de ninguna innovación, sino
simplemente de obtener un arma jurídica para fulminar a los rivales. Así,
Google compró recientemente Motorola Mobility por 12.500 millones de dólares a
fin de echar mano de sus muy numerosas patentes. Si ha de creerse en la prensa
especializada, el gigante de internet se interesaba en tal tesoro sólo en la
medida en que podría servirle en eventuales juicios contra sus competidores
(2).
Cómo financiar la innovación
Sociedades como Apple, Samsung o Google tienen, en efecto,
la costumbre de atacarse mutuamente por violación de patentes ante cada
lanzamiento de un nuevo producto. ¿La idea? Obtener un mandato conminatorio de
parte de un juez y retardar así varias semanas, o incluso varios meses la
comercialización: un tiempo precioso para intentar apoderarse de interesantes
porciones de mercado. Un poco a la zaga en la carrera por las patentes, debido
a que claramente poseía muchas menos que sus competidores, a partir de ahora
Google debería, gracias a la compra de Motorola Mobility, recuperar su retraso.
La mayoría de las invenciones no requiere ninguna protección
específica. Hallarse en el origen de una innovación, en un dominio de actividad
en pleno crecimiento, ofrece suficientes ventajas como para que sea superfluo
añadirles un monopolio jurídico. En tales condiciones, ¿por qué no interesarnos
en otros mecanismos a nuestra disposición para estimular la creatividad?
Pues existen otros medios de financiar la innovación (3).
Joseph Stiglitz, premio del Banco de Suecia en ciencias económicas en memoria
de Alfred Nobel, así como otros científicos, han propuesto un sistema de
recompensas entregadas por el gobierno, quien compraría las patentes ligadas a
medicamentos y las colocaría en el sector público. Cada año, por ejemplo, el
gobierno estadounidense invierte 30 mil millones de dólares en la investigación
biomédica a través de los Institutos nacionales de Salud (National Institutes
of Health), cuyos trabajos gozan de una reputación mundial y les han valido
numerosos premios Nobel. Fácilmente se encontrarán, para cada industria,
dispositivos adecuados. El sistema de patentes, nacido en el siglo XV, ya no
corresponde en absoluto a la economía del siglo XXI. Fracasar en su reforma podría costarnos muy
caro.
1. Roni
Caryn Rabin, “Studies Link Daily Doses of Aspirin to Reduced Risk of Cancer”,
The New York Times, 20-3-12.
2.
Marguerite Reardon, “Google just bought itself patent protection”, 15-8-11,
www.cnet.com
3. Léase Hervé Le Crosnier, “Elinor Ostrom ou la réinvention
des biens communs”, Puces savantes, 15-6-12, http://blog.mondediplo.net
*
Economista, co-director del Center for Economic and Policy Research,
Washington, DC.